Encontrar el equilibrio entre nuestro deseo de libertad y nuestra dependencia afectiva es una tarea compleja. ¿Podemos amar sin sentirnos atados? ¿Debemos tener miedo a amar demasiado? Es habitual que el temor aparezca cuando a la palabra amor se le añade la sensación de exceso.

Frases como “lo es todo para mí” o “no puedo vivir sin él” delatan una dependencia excesiva que evoca lo que se siente en la pasión amorosa. Hay formas de amor que abrasan, torturan y se revelan como destructoras. La fascinación por la pareja oculta un estado de necesidad y una sensación de impotencia extrema cuando el otro no está.

La dependencia amorosa es excesiva, el amado adquiere la cualidad de una droga, se necesita porque tranquiliza. Y como todas las adicciones, la razón hay que buscarla en la infancia.

Lo que vivimos de niños se actualiza en las relaciones amorosas adultas. Los padres se equivocan cuando amenazan a los niños con retirarles su amor o dejan de hablarles si cometen una falta, porque así los pequeños interpretan que con cada error se juegan el amor de los padres. El miedo a perder el amor de los que amamos remite a los primeros años de nuestra vida.

Y es por ello que a lo largo de la existencia queremos llenar con la pareja ese espacio que no podemos llenar.

¿Es tu caso?

El que ama demasiado se puede convertir en un vampiro emocional, es decir, desea todo el caudal afectivo del otro para aliviar así un inmenso vacío propio.. La víctima de este juego se deja saquear porque cree que es indispensable para la vida del otro.

Su necesidad de la pareja se parece a la relación con una sustancia adictiva. Así, acaba pidiendo al otro que renuncie a su vida privada, demanda que acaba agobiando al otro.

También puede subordinar sus intereses a los del cónyuge, con el fin de no separarse de él y obtener así lo que persigue. Pero sus relaciones no llenan el vacío emocional que sienten.

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