El físico británico , fallecido hoy a los 76 años, contribuyó a arrojar luz al enigma de los agujeros negros del universo y fue uno de los divulgadores científicos más célebres del último siglo a pesar de una parálisis progresiva que le marcó desde la juventud.

Los médicos le dieron dos años de vida cuando tenía 21 por una esclerosis lateral amiotrófica (ELA) que minó su capacidad para moverse y comunicarse, pero Stephen Hawking superó ese límite, como la mayoría de los que se le presentaron.

Ocupó durante tres décadas (1979-2009) la cátedra Lucasiana de Matemáticas en Cambridge, la misma que Isaac Newton, hizo contribuciones fundamentales para la cosmología moderna y supo además trasladarlas al lenguaje popular en libros como “Una breve historia del tiempo”, del que se han vendido más de diez millones de copias.

Stephen Hawking, que se casó dos veces y tuvo tres hijos, se refugió en la física teórica para escapar de un cuerpo que le resultaba una cárcel y, once años después del dictamen que le auguraba una muerte casi inminente, postuló una predicción científica que resultó más exacta que la de sus doctores: la existencia de la llamada radiación de Hawking.

El cosmólogo supo relacionar las ecuaciones de la relatividad de Einstein con la mecánica cuántica para identificar las únicas partículas que pueden escapar del horizonte de sucesos de un agujero negro, una frontera que ni siquiera la luz puede cruzar y que hasta entonces se consideraba infranqueable.

Su hallazgo facilitó la detección de y propició, entre otros, el descubrimiento de que en el centro de nuestra galaxia se oculta uno de ellos (Sagitario A).

Stephen Hawking nació en Oxford el 8 de enero de 1942 —el día del 300 aniversario de la muerte de Galileo, como le gustaba subrayar—. Sus padres se habían refugiado en esa localidad inglesa para proteger a su descendencia de los bombardeos de la Luftwaffe alemana sobre Londres.

Los Hawking —Frank, médico, e Isobel, licenciada en filosofía, política y economía— eran un matrimonio económicamente modesto pero preocupado por ofrecer la mejor educación posible a Stephen y sus tres hermanos, Philippa, Mary y Edward.

Stephen no sobresalió en el colegio —_“Mi promoción fue francamente inteligente”_, se excusó con ironía en alguna ocasión—, y lo hizo de un modo peculiar en Oxford, donde llamó la atención de sus profesores por su facilidad para las matemáticas, pero no se preocupó por mantener un expediente brillante.

Nadie recuerda al Stephen Hawking de entonces como un estudiante gris, encerrado en sus libros, sino como un joven amante de las discusiones, algo presuntuoso, que marcaba el ritmo como timonel en la embarcación de remo de su residencia universitaria.

Debido a sus notas, pasó apuros para que le admitieran como doctorando en Cambridge, donde se sumergió en la cosmología, un campo todavía especulativo en los años 60 que algunos consideraban una pseudociencia.

Muchos le aconsejaron que siguiera un camino menos oscuro pero, como en la mayoría de ocasiones en su vida, no se detuvo a considerar las dificultades y optó por una senda poco transitada con la convicción, compartida entonces por unos pocos, de que las matemáticas podían ayudar a esclarecer el origen del universo.

EFE