Por: María Fernanda A. Varea.
“Y en ese momento me di cuenta que,
podía seguir adelante sin él,
que no tenía la necesidad de hablarle a diario,
que ya no me importaba la distancia que nos separaba,
si bien sea cercana o lejana, ya no carcomía la angustia.
Me di cuenta que,
no ansiaba sus caricias,
que mi cama no estaba vacía sin él,
que bastaba conmigo para llenarla.
Me di cuenta que,
todo había pasado, que todo había terminado,
que en ese preciso instante… mi historia se cerraba;
volteé intentando recordar esas veces en las cuales me hizo suya,
pero sin consuelo alguno, vi todo vagamente,
no sabía si debía alegrarme o entristecerme.
Llena de recuerdos, me percaté de que
ya no sentía dolor, no habían penas,
no habían más lágrimas en mis mejillas,
ya no había razón para seguir en el piso,
era momento de levantarse.
Me sentí más fuerte que nunca,
era una sensación inimaginable,
nunca antes percibida,
era un voz que me decía
que había vuelto a ser la mujer fuerte,
aquella que no se derrumbaba por nada,
aquella que no vivía atada a nadie,
esa mujer que nunca pensó desaparecer,
y al fin y al cabo, lo hizo.
Que más daba en ese momento,
todo había terminado,
él, ese hombre que me destruyó,
no era más que un recuerdo,
un mal sueño,
una enseñanza,
una advertencia de que no debía
perderme a mí misma”.