Los implantes de mamas dejaron de ser la intervención íntima que buscaban las mujeres en los 70. Una historia que está cumpliendo 50 años, que atravesó escándalos mundiales, pánico colectivo, suspensiones y demandas multimillonarias y que aun así, sigue siendo una obsesión: es la segunda cirugía que más se hace en el mundo. En países como Argentina se realizan al menos 53 por día, según la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica.

En 1962, el cirujano estadounidense Thomas Cronin colocó los primeros implantes mamarios de silicona del mundo. Desde fines del 1800 hasta ese entonces, las técnicas para aumentar el busto habían sido bastante más crueles. Les implantaban espuma de goma envuelta en polietileno, les aplicaban inyecciones de parafina, prótesis talladas en marfil o de distintos materiales plásticos.

Después de la Segunda Guerra, a las japonesas les inyectaban silicona directamente en las mamas para que cumplieran con el ideal de mujer occidental. Muchas terminaron muertas.

La inspiración de Cronin nació de un banco de sangre. Los frascos de vidrio quedaban atrás y las nuevas bolsitas para almacenarla eran blandas: como mamas. Cronin creó un prototipo pero en vez de colocárselo a una mujer se lo implantó a una perra llamada Esmeralda. Recién después conoció a Timmie Lindsey, una operaria de Texas que hoy tiene 80 años.

La década del 70 arrancaba y la cirugía se consolidaba. Las primeras tenían paredes muy blandas y un gel aceitoso, líquido. Eso elevaba el riesgo de roturas y encapsulamiento. Con los años se desarrollaron implantes con cubiertas más gruesas y un gel de alta cohesividad para que, en caso de roturas, no migre al organismo.

Hoy, las técnicas son menos agresivas y se incorporaron modelos anatómicos que permiten resultados más naturales. Hoy, hay hospitales públicos que las hacen y cirujanos impunes que les dicen que sí a chicas de 15.

Es que tener senos grandes hoy parece un valor. Tenerlas caídas, aun por amamantar, un déficit. El mandato manda y marea.

Fuente: Clarin.com