A la vanidad de Octavio Augusto le debe el mes de febrero haber menguado hasta los 28 días actuales (29 en año bisiesto), según se ha repetido históricamente. En el año 23 a.C. renombró el mes de Sextil del calendario juliano como Augustus (agosto), tal como se había hecho antes con el mes de Quintil, que había pasado a llamarse Július (julio) en honor a Julio César. No contento con ello y viendo que el mes de su antecesor contaba con un día más que el suyo, le añadió uno que sustrajo a febrero.

De esta versión de los hechos, recogida en infinidad de artículos y libros sobre el origen del calendario, “no existe ninguna prueba arqueológica”, señala sin embargo Juan Antonio Belmonte, astrónomo en el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC). En el artículo ‘Which Equinox?’ publicado junto a César González (Incipit, CSIC), Belmonte alude a evidencias arqueológicas que muestran, sin embargo, que agosto ya tenía 31 días cuando el Senado romano aprobó el cambio de nombre.

¿Por qué era entonces febrero el mes más corto del año? “Porque era el último en el calendario romano, cuando diciembre era el décimo, como correspondía”, explica.

El año comenzaba el 1 de marzo (‘martius’, de Marte, dios de la guerra) en el primer calendario romano, que originariamente se dividía en solo 10 meses y al que había que intercalar otros adicionales para remediar los desfases con las estaciones. Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, intentó solucionar el problema introduciendo dos meses más, enero (Ianarius, dedicado a Jano) y Februarius (el mes de las fiestas «februas» de purificación). El año pasó a tener 354 días, pero de forma ocasional había que incluir un mes más, el mercedinus, en el que se pagaba a la servidumbre y que a menudo era manipulado por intereses políticos y económicos.

Los egipcios ‘fueron los primeros en desarrollar un calendario de 365 días’, basándose posiblemente en sus observaciones del ciclo anual del Sol, mediante la determinación de los solsticios “aunque hay quien defiende que puede tener un origen estelar basado en la repetición del orto heliaco de la estrella Sirio cada 365 días”, señala Belmonte. Su calendario era de 360 días, más 5 adicionales que se añadían cada año, al final. “No usaron años bisiestos hasta la ocupación romana de Egipto”, añade el astrónomo español.

El calendario juliano

Admirado por los conocimientos egipcios y ante el desfase acumulado de cerca de tres meses al que había llegado el calendario romano, Julio César encargó la elaboración de uno nuevo a Sosígenes de Alejandría. El astrónomo ajustó el calendario a 365 días anuales, repartiendo los 11 días de más entre los meses que pasaron de los 29 y 30 días a los 30 y 31, salvo febrero, que al ser el último se quedó fuera del reparto.

Incluyó un día extra cada 4 años que, siguiendo la tradición romana de los meses intercalados, se fijó entre el 23 y el 24 de febrero. De ahí el nombre de bisiesto, del latín «bis sextus dies ante calendas martii» (seis días antes de marzo). El primer día de cada mes se llamaba el de calendas (que daría origen a la palabra calendario) porque calare significa llamar en latín y ese día se voceaba en las ciudades el inicio del mes.

La implantación del calendario juliano en el 46 a.C. hizo que aquel año durara ¡445 días! Pasó a la historia como “el año de la confusión”.

“El calendario juliano supuso una mejora con respecto al egipcio” al incluir los años bisiestos, afirma Belmonte, pero «se abandonó la lógica del calendario egipcio de 12 meses de 30 días más los 5 epagómenos (o 6 en años bisiestos en el Alejandrino), manteniendo el caótico sistema romano de duración de los meses carente de toda lógica, con meses ni siquiera alternos de 31, 30 e incluso 28 días.

Diez días que no existieron

Sosígenes había medido el año en 365,25 días, con un error de 11 minutos y 14 segundos con respecto al año trópico que dura 365,2422 días. Con el trascurso de los siglos el calendario juliano se había desfasado en 10 días que corrigió el Papa Gregorio XIII, aconsejado por el italiano Luigi Lilio y el jesuita Christopher Clavius.

Del 5 de octubre de 1582 se pasó de un plumazo al 15 del mismo mes y año para que los equinoccios volvieran a coincidir con el 21 de marzo y el 23 de septiembre. También se anularon algunos bisiestos de forma que desde entonces un año es bisiesto si es divisible entre 4, excepto si es divisible entre 100 pero no entre 400.

“Hay que corregir esa diferencia de -0,0078 días sustrayendo un bisiesto cada 300 años aproximadamente”, explica el astrónomo del Instituto Astrofísico de Canarias. El calendario gregoriano, que acumula un día de desfase cada 3.300 años, “se ajusta razonablemente bien a las estaciones en ciclos muy largos de tiempo”, a juicio de Belmonte, “salvo que seguimos con el caos de los meses romanos”.

Fuente: ABC