Según el diario ‘ABC’ de España, durante 13 años en Londres no se pudo entonar un villancico, colocar una guirnalda o preparar un copioso festín para celebrar el nacimiento del Niño Dios.

A mediados del año 1645, un movimiento antinavidad comenzó a fraguarse entre el ala más purista de la sociedad que consideraba inmoral cualquier celebración externa a los servicios religiosos. Justo dos años después, el Parlamento inglés declaraba ilegal los actos asociados al Día del Jolgorio de los Paganos, como se referían al 25 de diciembre.

Oliver Cromwell, quien en 1653 se convirtió en Lord Protector (título para jefes de Estado), aplicó ferozmente la medida. Criado en un ambiente protestante y puritano, consideraba las celebraciones de Pascua inmorales e indignas.

Los árboles se guardaron o quemaron, los adornos acumulaban polvo año tras año en sus cajas y las luces sólo duraban unos minutos encendidas antes de que el Ejército las destruyera.

También otorgó poderes a los soldados para confiscar todas las comidas preparadas para las fiestas, además de imponer un férreo silencio en torno a los “Christmas carols”. Incluso, se ordenó tratar el 25 de diciembre como cualquier otro día laborable.

La irritación popular de los detractores acabó por desencadenar disturbios en muchas ciudades, como Canterbury, donde los que se atrevían a burlar la prohibición colgando acebo de sus puertas se enfrentaban a las violentas reprimendas de los aliados de Cromwell.

La Navidad no volvió a celebrarse hasta dos años después del fallecimiento de Cromwell en 1658. Nada más asumir el poder, el rey Carlos II reinstaura la celebración de la Navidad con más esplendor que nunca.