Aunque su nombre y sus trabajos cayeron en el más absoluto olvido durante años, lo cierto es que Paul Kammerer fue considerado, en la década de 1920, el biólogo más brillante del mundo.

Una especie de héroe mundial de la ciencia que llegó a ser bautizado por ‘The New York Times’ como el ‘sucesor de Darwin’, por sus estudios sobre la teoría de las experiencias heredadas. Un prestigió que disfrutó hasta que, en 1926, la revista ‘Nature’ publicó un artículo acusándole de haber adulterado con simple tinta china el ejemplar de ‘sapo partero’ con el que se empeñó en demostrar al mundo sus teorías evolucionistas.

Nacido en el seno de una familia acomodada de Viena, Kammerer se interesó desde joven por las teorías de la evolución expuestas por Jean-Baptiste Lanmark (1744-1829) un siglo antes. El naturalista francés sostenía que los rasgos adquiridos durante la experiencia de la vida eran heredados por los descendientes.

Aunque las teorías de Lanmark fueron rebatidas por Darwin en 1859, Kammerer se vio tan atraído por ellas que intentar refutar al autor de ‘El origen de la especies’ se convirtió en el ‘leitmotive’ de su vida. Y no dudó para ello en llevar a cabo toda serie de experimentos con animales, que fueron considerados como ‘excéntricos’ y ‘absurdos’ por otros científicos respetables.

De la mantis religiosa a la salamandra

Los primeros fueron con mantis religiosa, pero no funcionaron. Lo intentó después con dos tipos de salamandras, en las que pudo comprobar cómo los cambios en las manchas de la piel, que les había inducido mediante fuertes cambios de su hábitat, eran transmitidos a los hijos. Y fue más allá con un ‘tritón proteus’, un anfibio totalmente ciego que habita en cuevas, a cuyos descendientes fue capaz de devolver la visión, después de exponer a varias generaciones a una luz roja.

Estos sorprendentes resultados le consagraron como el biólogo evolucionista más importante de su época, como demostraba una reseña de 1923 en la revista española ‘Nuestro Tiempo’. A pesar de los cual, no pudo deshacerse de las críticas de los seguidores de Darwin, por lo que decidió emprender una demostración más compleja y contundente.

Para este desafío escogió el ‘sapo partero’, al que quiso obligar a reproducirse en el agua, aunque no era su hábitat habitual. Para ello sometió a seis generaciones de este batracio a una vida sexual submarina, hasta que pudo comprobar que, en la época de celos, los machos desarrollaban en las patas unas protuberancias oscuras que aumentaban en cada generación.

El fraude del ‘sapo partero’

Kammerer no pudo disfrutar de su éxito, porque, a raíz de la crisis de la posguerra, en 1923, la Universidad de Viene le cerró su laboratorio. Arruinado, el prestigioso biólogo austriaco cogió algunos de sus sapos, los metió en frascos de formol y recorrió medio mundo dando rentables conferencias.

Pero la vergüenza y el escándalo llegaron un 7 de agosto de 1926, cuando la revista ‘Nature’ publicaba un artículo incriminatorio del Doctor Noble, que acusaba a Kammerer de ser un farsante. Al parecer, Noble probaba que las protuberancias oscuras de los sapos parteros de Kammerer habían sido formadas artificialmente, inyectando tinta china debajo de la piel de los batracios.

No todos los investigadores aceptaron tal acusación por lo cutre que resultaba. Y además, decenas de biólogos habían dado por buenos sus experimentos. Pero, cuando finalmente se demostró, el propio Kammerer declaró que, si había tinta en sus ejemplares, él no era quien la había inyectado.

Sin embrago, la tarde del 23 de septiembre de 1926, el prestigioso biólogo acusado de uno de los mayores fraudes de la historia de la ciencia, ascendió solo a las colinas Teresianas en los alrededores de Viena y se pegó un tiro en la cabeza.

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Fuente: ABC