“Muchos dicen que la esperanza es lo último que se pierde. En este lugar eso no es cierto, felizmente.

Cuando uno llega aquí, llega con miedo, pero también con la esperanza intacta, convencido de que este mal rato no durará más que unos pocos meses; y con una necesidad muy grande de demostrar su inocencia (quienes somos inocentes) o de explicar los hechos y demostrar que su responsabilidad en el delito en cuestión es “relativa”. Uno llega con miedo, pero también con fuerza y con fe.

Esperamos encerrados durante meses o años (en mi caso, tres) a que alguien por fin decida que nuestro juicio oral debe empezar. Cuando ese momento llega, uno ya no tiene las esperanzas tan intactas: generalmente ya le negaron la comparecencia una o dos veces, pero además de eso, porque ya vivió un infierno durante ese eterno “periodo de investigación”.

Por ejemplo, yo tuve muy mala suerte, y durante esos tres años pasé casi de todo: mil veces tuve que escuchar las risas sarcásticas en plena audiencia de una jueza homofóbica y convencida, desde antes de verme la cara, de mi culpabilidad. Tuve que responder a un “psiquiatra” del Ministerio Público con cara de pervertido cientos de preguntas sobre mi “comportamiento sexual”, para que así la jueza “midiera” mi “proclividad a cometer delitos”.

Esos tres años de encierro y abusos constantes siempre hacían que desee con todas mis fuerzas que empiece el juicio. Este no es solo mi caso, la situación, lamentablemente, se repite en la mayoría de casos, y casi todos en ese momento piensan como pensaba yo: “No importa. Pronto va a empezar el juicio y ahí todo es diferente, voy a poder defenderme, conocer a los magistrados, verlos a la cara y explicarles todo”.

En fin. Volviendo a líneas generales, uno espera el juicio aguantando como puede y se guarda sus esperancitas en el bolsillo para después, para cuando se supone que sí vale la pena. Los años pasan llenos de impotencia y desesperación y un buen día por fin empieza el juicio”.

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