Fidel Castro viajaba a Nueva York para participar en la Asamblea General de la ONU. La Revolución Cubana tenía poco más de año y medio en el poder, pero la oposición del gobierno norteamericano al proceso naciente era ya manifiesta. Los dueños de los más céntricos hoteles neoyorkinos se negaron a alojar a la delegación cubana. El único que ofreció sus servicios exigió condiciones humillantes; el presidente Eisenhower era señalado como el responsable de tal hostilidad.

Inmediatamente se hizo presente la solidaridad de la comunidad latina y la afronorteamericana, siendo la delegación cubana invitada a alojarse en el Hotel Theresa, en pleno corazón de Harlem, el barrio pobre del pueblo negro neyorquino. Entre los coordinadores de aquella acción estaba Malcolm X, por aquel entonces dirigente de la Nación del Islam. Castro estaba tan impresionado por Malcolm X que solicitó una reunión privada con él.

El encuentro entre estos dos líderes, en la habitación que ocupaba Fidel, fue fraterno y abarcó numerosas reflexiones filosóficas y políticas. Se habló de Cuba y del pueblo afronorteamericano, del líder congolés Lumumba y de África, del racismo y de la solidaridad. Unas palabras del revolucionario de la barba sellaron la razón que unió en afinidad a estos hombres: “Luchamos por toda la gente oprimida”.

Después de las debidas presentaciones, Castro se sentó a la orilla de la cama y le pidió a Malcolm X que se sentara a su lado y habló en su curioso inglés masticado. Su intérprete traducía las oraciones más largas de Malcolm X al español y Castro escuchaba atentamente y sonreía cortésmente.

El dirigente musulmán, tan combativo como siempre, dijo: “Creo que verá que el pueblo de Harlem no es tan adicto a la propaganda que sacan en la alcaldía”. A lo que Castro respondió: “Eso yo lo admiro. Yo he visto cómo la propaganda puede cambiar a la gente. Su pueblo vive aquí y enfrenta esa propaganda constantemente y sin embargo comprende, eso es muy interesante.” “Somos 20 millones”, dijo Malcolm, “y siempre comprendemos”.

Miembros del grupo de Castro entraron del cuarto de al lado, habanos en mano, haciendo que el pequeño recinto se sintiera más apretado, y cuando algo les hacía gracia se reían echando la cabeza hacia atrás y soplando humo al reírse. Los ademanes de Castro al conversar eran algo extraños. Se tocaba la sien con los dedos al subrayar algo o se tocaba el pecho como para cerciorarse de que todavía estaba allí.

“¿Hay noticias de Lumumba?”, preguntó Castro, a lo que Malcolm X respondió con una gran sonrisa al oír mencionar al dirigente congolés. Castro alzó entonces la mano. “Vamos a tratar de defenderlo (a Lumumba) enérgicamente. Espero que Lumumba se hospede aquí en el Theresa”.

Y cuando la amena e ilustrativa conversación tocó el tema de los problemas raciales en el país norteamericano, Malcolm X le dijo a Castro: “Mientras el Tío Sam esté contra ti, sabes que eres un hombre bueno”. Castro respondió, “No el Tío Sam, sino los que controlan aquí las revistas y los periódicos…”

Malcolm X marcó la postura de su movimiento, siempre alerta, “Nadie conoce al amo mejor que sus sirvientes. Hemos sido sirvientes desde que nos trajeron aquí. Conocemos todos sus trucos. ¿Se da cuenta? Sabemos todo lo que va a hacer el amo antes de que lo sepa el mismo”. El dirigente cubano escuchó la traducción al español y luego echó la cabeza para atrás riéndose animadamente: “Sí”, dijo con entusiasmo, “Sí”.

El líder cubano finalizó la conversación, tras muchos temas conversados entre lo filosófico y político, intentado citar a Lincoln. “Se puede engañar a una parte del pueblo parte del tiempo…” pero como le falló el inglés, solo atinó a alzar los brazos como para decir: “Ya saben lo que quiero decir”.