Los objetos producen sonidos. Una nota musical que se encuentra dentro de la escala pentatónica. Una frecuencia que puede ser detectada por instrumentos tecnológicos y por el oído humano. Algo que llamamos “música”. Del mismo modo, el planeta Tierra produce su propio sonido, sus propias notas, su propia frecuencia.

A fines del siglo 19 el inventor Nikola Tesla visualizó desde su rancho en Colorado que existían resonancias alrededor del planeta Tierra y pensó en usarlas para comunicarse inalámbricamente alrededor de ella, pero la falta de tecnología impidió su desarrollo. Medio siglo después, el físico alemán Winfried Otto Schumann demostró matemáticamente que la Tierra produce una frecuencia baja, que es la de mayor intensidad, de 7.83 Hz. Dicha frecuencia es producida por las tormentas eléctricas y sus relámpagos, que llegan a ser miles sobre la tierra.

Cada una genera un sonido que, al estrellarse dentro de la ionosfera, produce la mencionada frecuencia. La resonancia Shumann, como se la bautizó, consiste en un conjunto de picos en la banda de frecuencia extremadamente baja —ELF, por sussiglas en en inglés— del espectro radioeléctrico del planeta. Son picos que se forman en el espacio que existe entre la superficie terrestre y la ionósfera, espacio que funciona como una guía de onda que actúa como una bóveda o cavidad resonante para las ELF. Esta frecuencia se usa para el seguimiento de las actividades eléctricas, eventos luminosos alrededor del planeta y últimamente para predecir terremotos de poca escala. La resonancia demostrada por Shumann representa otro de los grandes legados que la mente de Tesla nos dejó inconclusos.

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