Todas las mamás que alguna vez hemos adoptado o estamos pensando en hacerlo, hemos pasado o pasaremos por esa experiencia del día en que tenemos que llevarlo a casa. Ese gran acontecimiento para toda la familia los nervios se apoderan de uno, pues, queremos que cada momento lo haga sentir cómodo. Sin embargo, el encuentro con nuestro hijo adoptivo puede terminar siendo algo que nunca pensamos pero que nos enseña mucho de la vida.

Una mamá publicó en el portal Scary Mommy su testimonio sobre su primer encuentro con su hijo adoptivo, quien a sus cortos ocho años se sentía muy solo y sin ser amado. Aquí te compartimos el artículo:

Algo en la forma en que lo dijo me emocionó. Algo en cómo salieron las palabras de boca, en sus gestos.

“Nadie me quiere. Ni siquiera mi madre que me vio nacer”.

Es una extraña forma de decirlo, ¿verdad?

Ni siquiera mi madre que me vio nacer.

Él estaba sentado en el asiento trasero de mi Toyota, aún era demasiado pequeño para ir sentado adelante. A la edad de siete años, él ya se había cambiado de casa más veces que el número total de sus años de vida. Y esta vez, al igual que las veces anteriores, llevaba todas sus pertenencias en una bolsa de basura. Un bolso, por lo menos, le habría otorgado un poco más de dignidad a todo el asunto, el ser “ubicado” en otra y otra y otra casa antes de cumplir los 8 años. Las bolsas de basura se rompen. Las bolsas de basura no pueden aguantar el contenido de ninguna vida, y desde luego, no una vida tan frágil como ésta.

Eventualmente se rompen debido al esfuerzo.

Este cambio de casa era más difícil para Stephen que cualquiera de los anteriores. Él pensaba que se iba a poder quedar siempre en esa casa, o por lo menos por un tiempo largo. Había podido sentir cariño ahí. Cuando lo fui a buscar, después de que su madre adoptiva nos avisara que ya no podía cuidarlo más, fue fácil llevármelo. Tenía la cabeza cabizbaja, y no había ningún tipo de reacción. Pero cuando nos subimos a mi auto comenzó a llorar, y aquel sonido de dolor te deja sin aliento.

Apenas podía hablar. “Nadie me quiere. Ni siquiera mi madre que me vio nacer”.

Meses antes, cuando todo esto se volvió a repetir (otra madre adoptiva, otro cambio de hogar), él se resistió. Corrió alrededor del living y se escondió detrás de los muebles. No quería irse, pero esa noche a él ya no le quedaban ganas de luchar. Ese era Stephen a los siete.

El Stephen de 9 años sujeta su identificación con manos sudorosas. Nos dirigimos a un evento de adopción, donde conoceremos familias que quieren adoptar a un niño más grande. Familias que no descartan de manera automática a niños como Stephen que poseen un largo “historial”. Y él quiere impresionarlos, a estos extraños. Él quiere ganárselos, y por eso lleva su identificación de “niño bueno” que es prueba tangible de que es un niño que merece ser amado.

Un niño nunca tendría que probar que merece ser amado.

Un Stephen de doce años me dice que soy su mejor amiga. Soy su trabajadora social. Él debería tener un mejor amigo de verdad, pero no le digo eso. Estamos grabando para “Miércoles de Niños”, un bloque noticiario que trata sobre los niños que se encuentran en adopción. Stephen se ve muy bien en la cámara. Tal vez alguien lo adopte esta vez. A lo mejor ahora sí está demostrando que es un niño que merece ser amado. Y se ve adorable. Pero no es suficiente. Nunca viene ninguna familia.

Muchos años después, tras largo tiempo de haber dejado la agencia, recibo un email de mi antiguo jefe preguntándome cómo estoy, y finaliza con una posdata muy corta: “Stephen está en custodia después de haberse escapado de su hogar adoptivo. Necesitas adoptarlo”. Mi estómago se encoge. Había pensado en esto muchas veces. Debería adoptarlo yo. Pero nunca lo hice.

Me enteré de su asesinato a través de un amigo que lo había visto en las noticias. Le dispararon fuera de una fiesta debido a una pelea. Muerto a los 18 años, muerto justo cuando se convertía en un hombre. Por favor que no sea mi Stephen, recé. Cuando me di cuenta de que sí era él, de que no podía tratarse de alguien más, lloré con esa angustia que te deja sin aliento.