El legendario personaje creado por Robert E. Howard vuelve a las pantallas con nuevo aspecto e intenciones, una entretenida aventura de serie B que se estanca en la dirección del siempre flojo Marcus Nispel. Jason Momoa, correcto.

Khalar Zym (Stephen Lang) está obsesionado con ser un dios; para conseguirlo, barre a sangre y fuego a todo el que se cruce en su camino. Pero un joven cimmerio (Jason Momoa) está dispuesto a hacerle frente para vengar a su familia.

En la época de los resurgimientos cinematográficos saludamos con apetito y cautela este “Conan el bárbaro (2011)”, reubicación del legendario y brutal personaje creado por Robert E. Howard en la era de la falta de ideas y el estacazo tridimensional ─ utilizado aquí en postproducción y de un modo totalmente innecesario, faltaría más ─.

Pues bien, lo nuevo de Marcus Nispel no sacia el apetito del todo, y subraya una vez más la obligación primera de ser cautelosos ante este tipo de propuestas. El que estuviera destinado a ser rey de Aquilonia sigue esperando una adaptación definitivamente digna de sus aventuras.

«Vivo, amo, mato. Y me doy por satisfecho». Abarrotada de brujos y hechiceras, de energúmenos zarrapastrosos y de esclavas pechugonas, de tarugos ultramusculados y de armas forjadas entre padres e hijos ─ la relación del guerrero con el secreto del acero sigue siendo uno de los grandes valores del personaje ─, el problema de la película es la dirección de Nispel, que tras cuatro largos tras las cámaras aún no es capaz de ofrecer una línea narrativa estable y apetecible.

Y es que la odisea del salvaje nacido en el campo de batalla ─ de un modo muy mal presentado ─ no tiene sentido del ritmo, paseando sin control por la era Hiboria a base de combinar planos amplios con exuberante edificación digital al fondo e interiores de cartón piedra; montaje, fotografía y banda sonora ─ la original de Basil Poledouris sigue siendo imbatible ─ resultan igual de ramplones que la propia mano del cineasta…

Pero la propuesta se deja ver a pesar de avanzar a trompicones, en parte por lo cafre de su consideración general ─no falta hemoglobina; de hecho, se abusa de ella de un modo incluso hilarante ─, en parte por la esencia netamente pulp del conjunto, una serie B que no engaña a nadie ─ podría colar como piloto de un ameno serial televisivo─ y que tiene en sus especialistas y maquillajes prostáticos sus mejores valores.

Momoa está correcto y esforzado como bárbaro consciente de la decadencia que le rodea, y aunque a veces parezca un modelo de/sin ropa interior consigue insuflar suficiente vida a un papel que nada tiene que ver con su predecesor en el cargo; eso sí, los secundarios se antojan escasos para lo que podrían haber ofrecido. No es que los precedentes de John Milius y Richard Fleischer fuesen el súmmum, ni mucho menos, pero tenían más encanto. O a lo mejor es que antes un estreno cinematográfico era todo un acontecimiento, y ya no.