Leonid Rógozov, de 27 años, era el único médico de un grupo de expedición que estaba recorriendo la Antártida. Eran tiempos difíciles pues el continente blanco era desconocido por muchos de ellos.

Todo marchaba bien hasta que comenzó a sentirse cansado, débil y con náuseas. Más tarde, empezó a padecer un fuerte dolor en el lado derecho de su abdomen.

“Siendo cirujano, no tenía dificultad en diagnosticar una apendicitis aguda”, contó su hijo Vladislav en una entrevista a la BBC, que ha retratado su historia.

“Era una condición médica que había tenido que operar muchas veces, y en el mundo civilizado es una operación de rutina. Por desgracia en ese momento él no se encontraba en el mundo civilizado. En cambio, estaba en medio de un desierto polar”, explica.

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Rogozov sabía que su apéndice podía reventar en cualquier momento, y que si eso ocurría muy probablemente moriría. Y mientras consideraba sus opciones, sus síntomas empeoraron.

Finalmente decidió. Se iba a realizar una auto-apendicectomía antes de morir sin hacer nada. “No pude dormir en toda la noche. ¡Me duele como el demonio! Una tormenta de nieve azota mi alma, gimiendo como 100 chacales”, escribió en su diario.

“Todavía no hay síntomas evidentes de perforación pero una sensación opresiva de presagio pende sobre mí… eso es todo… tengo que pensar en la única salida posible, operarme a mí mismo… Es casi imposible… pero no puedo simplemente cruzarme de brazos y darme por vencido”.

Rogozov elaboró un plan detallado de cómo desarrollaría la operación y le asignó funciones y tareas específicas a sus colegas. Escogió dos ayudantes principales para entregarles instrumentos, posicionar la lámpara, y sostener el espejo, en el que planeaba ver lo que estaba haciendo. El director de la estación también se encontraba en la sala, en caso de que alguno de los otros presentes se desmayara.

“Era tan sistemático que incluso les dio instrucciones de qué hacer si él perdía la conciencia, cómo inyectarle adrenalina y practicarle respiración artificial”, dice Vladislav. “No creo que su preparación haya podido ser mejor”, recuerdan.

“¡Mis pobres asistentes! En el último minuto los miré. Estaban ahí vestidos con las batas blancas quirúrgicas, pero más blancos que ellas”, escribió.

Rogozov tenía la intención de utilizar el espejo para ayudarse a operar pero encontró el punto de vista invertido más un obstáculo, así que terminó trabajando al tacto, sin guantes.

Al llegar a la parte final y la más difícil de la operación, casi perdió el conocimiento. Empezó a temer que fallaría en el último trecho.

“El sangrado era bastante pesado, pero me tomé mi tiempo… Al abrir el peritoneo, dañé el intestino y tuve que coserlo”, escribió Rogozov. “Me setía más y más débil, mi cabeza comenzó a girar. Cada cuatro o cinco minutos descansaba 20 ó 25 segundos.

“¡Finalmente aquí está, el maldito apéndice! Con horror noté la mancha oscura en su base. Eso significa que un día más y hubiera estallado… Mi corazón reaccionó y se ralentizó notablemente; mis manos parecían de caucho. Bueno, pensé, va a terminar mal y lo único que va a quedar es un apéndice extirpado”.

Pero no falló. Después de casi dos horas había completado la operación, hasta la última puntada.

Entonces, antes de permitirse descansar, instruyó a sus asistentes de cómo lavar los instrumentos quirúrgicos y sólo cuando la habitación estuvo limpia y ordenada se tomó los antibióticos y las pastillas de dormir.

Fuente: Infobae.com