“Los peores enemigos de la raza humana”, según unos. ‘Los más valientes defensores de la libertad’ para otros. ¿Quiénes eran los piratas en realidad? Nada más arraigado en el imaginario popular que el tópico de los bandidos del mar. Patas de palo, parches en el ojo, ron y alfanjes.

Con esos elementos, el cine y la literatura han transmitido de generación en generación una visión superficial y sesgada de un fenómeno histórico con implicaciones mucho más profundas.

Como explica el historiador británico Peter Earle, la piratería “es tan antigua como el comercio”, pero el mundo que acuñó el arquetipo latió sobre todo en los siglos XVII y XVIII.

En esos años, en los que las grandes monarquías europeas extienden sus tentáculos allende los mares en su carrera imperialista, miles de almas anónimas articularon una sociedad paralela, clandestina y resistente a la autoridad en aquellos reductos donde no llegaba el puño de bronce del poder.

A los muchos vanos de la colonización, a los territorios sin control del Caribe, el Atlántico y el Índico fue afluyendo una multitud de desposeídos que abrazó la utopía pirática. Se trataba de gentes del mar, curtidos buscavidas que encontraron al otro lado de la ley una alternativa a su realidad de salitre, penurias y violencia.

Marcus Rediker, profesor de la Universidad de Pittsburgh, trazó un retrato del pirata medio, “marinos que se hacían piratas tras años de servir en buques mercantes y militares, en los que sufrían cuartuchos hacinados, escasez de víveres, una disciplina brutal, una paga escasa, devastadoras enfermedades, accidentes y, en muchas ocasiones, una muerte prematura”.

En las antípodas de este deprimente panorama, las colonias de proscritos que proliferaban en lo que hoy son las Antillas, Madagascar y otras latitudes ofrecían un horizonte de libertad, opulencia y camaradería.

No extraña, pues, que, como ocurría en casi todos sus abordajes, cuando los filibusteros preguntaban entre la tripulación quién quería unirse a ellos, fueran muchos los voluntarios. Especialmente, entre los nativos africanos que remaban a destajo como esclavos en las tripas de las naves del rey, seres humanos tratados como reses a los que los saqueadores del mar ofrecían una ventana a la redención.

Sin patrón

En los barcos piratas, la tripulación disfrutaba de algo imposible en la Armada o la marina mercante: Derechos. Al menos, en la época dorada de la piratería atlántica, los hombres elegían mediante votación al capitán y existía la figura del contramaestre, que velaba por el correcto reparto del botín y custodiaba las provisiones y pertrechos comunes.

El capitán podía ser destituido y sus privilegios se reducían a recibir cuota doble del botín capturado y defecar, como todos los demás desde cubierta, sin ser observado.

Pero, como sabían bien todos los que la elegían, la vida de estos rebeldes embarcados no estaba exenta de peligros, sobre todo el de caer en manos de la ley y terminar en el cadalso.

Fuente: ABC