Según 20minutos.es, la cultura Chiribaya prosperó en la costa sur del Perú y enterraba a sus mascotas con todos los honores de un fiel amigo y compañero de trabajo. El hallazgo se debió a las investigaciones de la destacada antropóloga Sonia Guillén Oneglio.

Es en la zona del puerto de Ilo donde se encuentra el centro de operaciones del Centro Mallqui (“momia” en quechua), dedicado a la investigación de la Cultura Chiribaya, un cacicazgo que existió en el intermedio tardío (del año 900 hasta el 1350 de nuestra era).

Las momias descubiertas en esta zona se encuentran en tal estado de conservación que mantienen intactos sus órganos internos, desde los ojos, hasta los parásitos que se quedaron en los alimentos sin digerir.

Pero Guillén nunca imaginó que sus excavaciones la llevarían a encontrar más de una treintena de restos de una raza de perro lanudo que fueron enterrados con todas las características del enterramiento de un homo sapiens.

A diferencia del tan promocionado perro sin pelo, el perro pastor peruano o de Chiribaya no solo tenía abundante pelaje, sino también otras características propias de las mascotas favoritas de los peruanos del siglo XXI.

Ermanno Maniero, presidente del Kennel Club del Perú, y la médica veterinaria Viviana Fernández, de la Universidad de San Marcos, determinaron que estos canes tenían el cuerpo más largo que alto; que el color del pelaje podía variar entre el amarillo y el rojizo, algunos con manchas oscuras sobre el lomo o la cabeza, que tenían las orejas recortadas y caídas; y sus patas era tipo “liebre”, es decir que permitían al animal moverse sobre la arena o la tierra con menos esfuerzo.

“Al tener tantas llamas, los chiribayas necesitaron perros para el pastoreo. Entonces, estos se convirtieron en compañeros de trabajo por lo que a su muerte recibieron los honores correspondientes”, dice Guillén.