Aunque era oficialmente católico, Adolf Hitler no volvió a pisar una iglesia desde que dejó la casa de sus padres en Viena, Austria. Sin embargo, pagaba el impuesto eclesiástico y mencionaba a Dios en todos sus discursos revolucionarios.

Sus detractores indican que hacía este uso, probablemente como parte de una maniobra política para captar a la mayoría católica alemana, que aún no se unía al nazismo.

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Según sus más allegados, el Führer tenía una opinión muy negativa sobre el cristianismo, pero tampoco se sentía inclinado hacia el ateísmo.

Cabe precisar que en la Alemania de aquella época, la ausencia de creencias religiosas estaba muy mal vista, ya que se asociaba con la ideología comunista.

Quizá la mejor forma de describir a este dictador es como un místico. Creía en algo, pero ¿en qué? Eso todavía no está claro.