Como la mayoría de los asesinos en serie, el ecuatoriano William Cumbajín también tuvo una infancia disfuncional, sin padre, bajo los maltratos de su madre y sin educación, vivió en las calles donde vendía golosinas y flores en la plaza de Quito.

Se le contabilizaron un total de nueve víctimas, todas mujeres, indigentes y vendedoras ambulantes de Quito. Estas eran mujeres desvalidas que por lo general padecían problemas de salud física o mental, tenían entre 20 y 30 años, poseían muy escasa higiene, educación nula o casi nula.

En cuanto al modus operandi del asesino, Cumbajín después de ganarse la confianza de la víctima y hacerle ofrecimientos (seguridad, comida, estabilidad económica) a cambio de favores carnales, se iba a un lugar apartado con la víctima, usualmente los matorrales.

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Ahí, presa de sus impulsos sádicos y su ansiedad sexual, las agredía, dominaba, ataba sus piernas a la altura de los tobillos y contra los matorrales las violaba y, usualmente, la torturaba y mutilaba. Luego las asesinaba con sus propias manos, con cuerdas, con ropa de la víctima o alguna otra cosa que improvisadamente pudiera emplear como elemento para la ejecución.

Sin embargo, su única precaución para cometer sus delitos era que los hacía de noche y en lugares alejados. Los cuerpos usualmente los abandonaba en sitios que a la mañana siguiente eran fácilmente visto por todos. Fue capturado en 2003, gracias a agentes policiales que se disfrazaron de mendigos y pudieron monitorear sus movimientos.