Había pasado ya un día desde que Eva Bracamonte había dejado atrás su despreocupada vida de estudiante universitaria para enfrentar a la justicia, por el presunto homicidio de su madre, la empresaria Myriam Fefer.

A sus 21 años, nunca había escuchado hablar de la carceleta ni sabía qué significaba la palabra “marrocas”. Su entrega no solo significó el fin de sus estudios y su vida tal y como la conocía, sino el inicio de un periplo carcelario que duraría cuatro años.

“Entramos a un lugar lleno de muebles apolillados y cerros de papeles que no dejaban caminar dos pasos en línea recta, esa oficina llena de polvo con pedazos de calendarios rotos en las paredes era la sucursal de justicia que nos había tocado”, empezó su relato.

En los siguientes párrafos, Eva describe así el lugar que la recogió por varias horas. “La carceleta es un lugar subterráneo, cerrado, oscuro y feo. Ahí es normal ver las siguientes cosas: ratas, hombres sin ropa parados en fila siendo “bañados” con una manguera, hombres en fila enmarrocados unos a otros de pies y manos, chicas asustadas recién detenidas durmiendo en colchones asquerosos, cucarachas, miles de mensajes escritos en las paredes, presos reincidentes reencontrándose con sus amigos, etc.”, dijo.

Manifestó que “en este mismo lugar es que te toman las famosísimas fotos, de frente y de perfil, con el cartelito y el número, y aunque suene ridículo, en ese momento algunos se sorprenden a sí mismos haciendo el ademán de sonreír para la foto”, narra en su séptima entrega, publicado en la revista Caretas.