Eva Bracamonte, acusada del asesinato de su madre, Myriam Fefer, vivió momentos dramáticos cuando se enteró de la orden de su captura. Ella tuvo dos conversaciones, las últimas, que marcaron su vida totalmente.

“El jueves 9 de setiembre me tocaba clase de Entrenamiento Corporal de 9 a 11 a.m. El día anterior me había quedado hasta tarde haciendo un trabajo y por eso no había dormido mucho.

Después que terminamos, nos sentamos con el resto y salió el segundo grupo. Fue cuando quise tomar apuntes sobre lo que hacían otros grupos que me di cuenta de que no había sacado mi cuaderno de la mochila, así que me paré en silencio y caminé hasta las gradas de cemento en las que habíamos dejado nuestras cosas.

Eché un vistazo a mi teléfono a ver si había “alguna novedad” y encontré que había varias alertas perdidas de mi abogado. Como no quería interrumpir la clase pero al mismo tiempo me preocupaba que fuera urgente, decidí darle una llamadita rápida para ver qué pasaba.

Desde lejos y con muecas le pedí permiso a Ana para ir al baño. Bajé hasta la entrada del auditorio, desde donde podía ver cómo continuaba la clase por encima de un montecito de pasto.

Julio Rodríguez: Eva, ¿dónde estás?

Eva: En la universidad, ¿por?

JR: Necesito que salgas de ahí ya.

EB: No puedo Julio, estoy en clase. ¡Pero dime qué pasa!

JR: El juez acaba de pedir la detención para ambas, necesito que salgas de ahí en este momento.

EB: (llorando, desesperada) ¿Qué? ¡No puede ser! ¡Tú dijiste que eso no iba a pasar! No nos vamos a ir a la cárcel ¿no?

JR: Tranquilízate, ahorita lo que tenemos que hacer es sacarte de ahí. Dime, ¿tienes algún amigo con carro que pueda sacarte??

EB: ¿Qué? No Julio, no entiendo. ¿Por qué un amigo? ¡Dime a dónde voy! ¿Qué hago?

JR: No puedes salir en tu carro. A estas alturas la universidad debe estar rodeada de policías.

EB: (llorando cada vez más fuerte y desesperada) ¿Pero qué hago? ¡Haz algo! Habla con el juez, por favor, te lo suplico.

JR: Ahorita ya no se puede hacer nada. Dime exactamente dónde estás. Voy a mandar a mi asistente a que te recoja, pero no te muevas un centímetro de donde estás. Estoy llamando a Lily pero no me responde, ¿sabes dónde está?

EB: En la casa.

JR: Dile que me conteste el teléfono. ¡Tiene que salir de ahí en este instante! A ustedes no las pueden detener, tienen que entregarse!

EB: ¿Entregarnos? No entiendo, ¿nos van a meter a la cárcel?

Cuelgo temblando y llamo al teléfono de la casa.

EB: Lily, llama a Julio.

LC: ¿Ha pasado algo?

EB: ¡Llámalo ahorita!

Hasta ese momento Lily y yo estábamos segurísimas de que nunca íbamos a venir a la cárcel porque éramos inocentes. Así de simple nos parecía: éramos inocentes y a la gente que no ha hecho nada malo no la meten a la cárcel.

Estas dos conversaciones marcaron el final de mi vida como la conocía. Fue automático: en el instante en que Julio me dijo lo que había pasado supe que todo lo que veía por encima del montecito de pasto ya no era ni iba a ser nunca más mi vida, entendía y no entendía que mi vida hasta donde la conocía había terminado por completo.

Que la clase que veía metros más allá ya no era mi clase, que mis compañeros ya no eran mis compañeros, que ya no era como ellos, ni como ninguna de las personas que veía. Desde ese momento era una persona buscada por la justicia, una detenida.

Me quedé unos segundos tratando de asimilar lo que acababa de pasar, lo que estaba pasando y lo que iba a pasar después. No podía.

Volví a la clase sin sentir mis piernas. Caminé durante segundos eternos hasta donde estaban los demás y me senté en el mismo lugar en el que había estado sentada, al lado de una de mis mejores amigas, en un estado que no puedo describir. Todo giraba a mi alrededor y yo flotaba, en shock.

De pronto el ejercicio con los palos me parecía algo muy lejano, como que había ocurrido años atrás, y no 10 minutos antes. Sentía que de pronto un abismo enorme me separaba de lo que minutos antes era mi vida, mi espacio, mi mundo.”

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