“Corrí, corrí y la ola, similar a un edificio de 50 plantas, me aplastó. Intenté levantarme, pero me aplastó de nuevo”, señaló George Foulsham al diario “El Mundo” de España.

“No podía respirar. Creía estar muerto. Cuando por fin me levanté, no podía creer que la ola hubiese pasado sobre mí y que estuviese casi indemne”, explica el alpinista, de 38 años.

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Foulsham todavía no se cree que haya sobrevivido al gigantesco manto de nieve que cubrió el Everest justo después del seísmo. Para él, esta última catástrofe es un signo: el techo del mundo no quiere ver más alpinistas.

La directora de la oficina de la agencia France Presse en Nepal, Ammu Kannampilly, estaba haciendo un reportaje en el campo base, a unos 5.500 metros de altitud, cuando la montaña tembló. Kannampilly ha podido hablar con los supervivientes.

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Como es el comienzo de la temporada, unos 800 alpinistas se encontraban diseminados en diversos puntos del Everest, según las estimaciones del presidente de la Asociación de Alpinismo de Nepal, Ang Tshering Sherpa.

Para muchos era su segunda oportunidad, ya que el año pasado se suspendió la temporada tras la desaparición de 16 sherpas en el accidente más mortífero hasta ahora ocurrido en la montaña más alta del mundo (8.848 metros).

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Ellent Gallant, una cardióloga americana, relata que intentó ayudar a los heridos, pero que no pudo salvar la vida de una de las víctimas, un joven sherpa.

“Corrí a la tienda y me tiré a tierra. Cuando pararon las vibraciones, me pidieron que me ocupase de los que tenían heridas en la cabeza. Hemos trabajado toda la noche, hicimos turnos, distribuimos los medicamentos”, manifestó.

Kanchaman Tamang, un cocinero nepalí que trabaja en una agencia de trekking británica, ya vivió el drama de la muerte de los sherpas el año pasado. “La temporada ha terminado, los caminos están destrozados. No creo que venga el año próximo. Esta montaña provoca demasiado dolor”, se lamenta.