Ian Crozier, de 44 años, recibió el alta en el Hospital Universitario Emory, Atlanta, Estados Unidos, en octubre del 2014. Creyó que su pesadilla había terminado, pero no fue así. En diciembre volvería, afectado por un problema en su vista. ¿Qué era lo que realmente le pasaba a este profesional de la salud que quería continuar con su vida?

Tras realizarle una serie de exámenes, los médicos descubrieron cuál era el problema que lo tenía preocupado. El virus del Ébola se había refugiado en el interior de su ojo. Las partículas sobrevivían allí, latentes. El color de su iris había mutado: del azul que lo caracterizaba a un verde intenso que ahora llamaba la atención de quien lo miraba fijo.

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El oftalmólogo Steven Yeh introdujo una aguja super fina en el interior del ojo de Crozier, extrajo unas muestras y las envió urgente a un laboratorio para saber qué era lo que estaba ocurriendo con su paciente. Los resultados lo sorprendieron tanto a él como a su colega.

Según los análisis a los que fue sometido Crozier, en el tiempo en que transcurrió no pudo contagiar a nadie. Es que ni las lágrimas ni la superficie de su ojo tenían el virus. Éste estaba en su interior, oculto. ¿A la espera de regresar? Nadie puede responder aún esa pregunta.

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Crozier no fue el primero de los que padecieron ébola en sufrir trastornos en su vista. Casos similares se repitieron en África, donde el brote fue mayor. Los médicos observan que los efectos secundarios en quienes lograron sortear la enfermedad mortal aparecen a diario. Alrededor del 40 por ciento de ellos tienen problemas oculares y deben recurrir con frecuncia a diferentes centros médicos para ser atendidos y sus casos controlados.

Fuente: Infobae.com