Han pasado cinco años desde que Steve Jobs se sacara de la manga de su discreto jersey negro de cuello alto el primer iPhone, un dispositivo de diseño que sacudió el maduro sector de la telefonía y desató una revolución tecnológica cuyo ciclo da muestras de agotamiento.

El anuncio del iPhone original en enero de 2007 generó tanto entusiasmo entre los fieles de Apple como incredulidad entre los analistas que no entendían cómo un aparato de 500 dólares, sin teclado físico ni 3G iba a hacerse un hueco entre los populares y más económicos Nokia y las modernas BlackBerry.

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La presentación de aquel teléfono se puede ver aún en internet, un documento visual que supone un hito y donde un sano Jobs anuncia a la audiencia de la conferencia MacWorld en San Francisco lo que está por venir.

“De vez en cuando aparece un producto revolucionario que lo cambia todo”, dijo el líder de Apple que vaticinó que ese “iPod con llamadas e internet”, tal y como se calificó el iPhone al principio, estaba destinado a “reinventar el teléfono”.

A su tocayo de Microsoft, Steve Ballmer, le entró la risa al conocer la propuesta de Apple, literalmente. Internet, que para estas cosas tiene memoria, guarda otro vídeo en el que el consejero delegado de Microsoft se mofa del invento de Jobs.

Resulta obvio que ni Ballmer con su Windows Mobile, ni los directivos de Research in Motion (RIM) con su BlackBerry, ni los finlandeses de Nokia se olieron lo que les venía encima. El resto del sector, tampoco.

Un lustro después de aquello, Nokia cedió su liderazgo mundial en fabricación de móviles a Samsung, desechó su desfasado sistema operativo Symbian y se alió con Microsoft, que adaptó a los tiempos del iPhone su Windows Mobile, rebautizado Windows Phone, ahora con pantalla táctil y teclado digital.

BlackBerry está sumido en una profunda crisis y ha tenido que despedir a miles de empleados en vista de su pérdida de competitividad.

Fue precisamente Google, otro novato en el sector de la telefonía, quien puso sobre la mesa el único sistema capaz de acotar, hasta el momento, al fenómeno iPhone.

En 2008 debutaron los primeros teléfonos equipados con Android que básicamente replicaban la idea que le había funcionado a Apple aunque con un modelo de negocio distinto, en vez de fabricar sus propios dispositivos les ofrecían gratis a las compañías de electrónica un sistema operativo capaz de competir con el iPhone.

Google quería que Android fuera el nuevo estándar tecnológico para el mundo de la telefonía, al igual que Windows lo era para el PC. Su beneficio está en generar ingresos a través del uso de los dispositivos, principalmente las búsquedas por internet.

Samsung, HTC, Motorola (que adquirió Google) y otros adoptaron Android ansiosos por subirse rápidamente al carro de lo táctil y las aplicaciones, y Steve Jobs enfureció.

“Voy a destruir Android porque es un producto robado. Estoy dispuesto a ir a una guerra termonuclear por esto”, aseguró el gurú de Apple a su biógrafo antes de morir el 5 de octubre de 2011.

Con la ayuda de Android, teléfonos como el nuevo Samsung Galaxy s3 no solo han conseguido alcanzar al iPhone en el último lustro, para muchos expertos incluso lo superan en prestaciones lo que pone en cuestión la capacidad de Apple para seguir liderando el cambio en un sector que reinventó y que empieza a poner a cada uno en su lugar.

Lo que empezó siendo en 2007 un desafío movido por la innovación ha pasado en 2012 a ser una guerra de patentes donde los abogados y no los creativos llevan la voz cantante, un síntoma de que los productos han alcanzado su madurez.

A pesar de todo, es de prever que el esperado iPhone 5 volverá a causar furor, igual que sus antecesores, y batirá récord de ventas. Se formarán colas ante las tiendas de Apple, cuyas acciones están por las nubes. Eso entra dentro de lo previsible.

Es precisamente la falta de factor sorpresa lo que empieza a pesar sobre el exitoso iPhone, un dispositivo que está condenado a asombrar con cada nueva generación y para el que cumplir con las expectativas es sinónimo de conformismo, precisamente un concepto antirrevolucionario.

EFE