Por un lado, la crueldad más intolerable en el campo de batalla, por el otro, personas normales y corrientes, con sus problemas y preocupaciones, con sus debilidades y sus lágrimas. Son las dos caras que pudo ver Nader Alemi, un psiquiatra afgano.

Y es que cuando estos grupos tomaron el poder en Afganistán, a finales de los años 90, no dudaron en acudir en masa a la consulta de este médico buscando tratamiento, consejo y por supuesto ser capaces de convivir con la culpa por sus actos.

Alemi habla pastún, el idioma mayoritario de los talibanes, y esto hizo que ellos se sintieran en una posición de confort a la hora de revelarle sus temores más íntimos. Al principio solo acudían unos pocos, casi siempre en grupo, pero poco a poco y gracias al boca a boca el número de pacientes se multiplicó.

Este hombre ha sido capaz de ver las debilidades de aquellos que parecían no tener ninguna, de los que reprimían con dureza sin que les importasen las consecuencias, pero sí les importaban. El caso del Mullah Akhtar, el segundo al mando del grupo tras el líder espiritual, el Mullah Omar, da buena prueba de ello.

“Escuchaba voces y tenía delirios. Sus guardaespaldas me contaron que podían oírle delirando durante la noche. Este hombre había estado en primera línea del frente y solo Dios sabe cuánta gente había visto morir. Todas esas explosiones y gritos podían estar sonando todavía en su cabeza, incluso sentado en la comodidad de su oficina”, relata en una entrevista para la BBC.

Pero la mayoría de los pacientes eran soldados, gente que debía obediencia ciega a sus comandantes, pero que echaban de menos a sus familias y que estaban cansados de ver el dolor y el sufrimiento reflejado en el rostro de sus víctimas.

“No tenían ningún control sobre lo que estaba pasando. Se deprimían porque no sabían qué pasaría al minuto siguiente. Algunos me dijeron que querían suicidarse, pero que no podían por los valores islámicos”, relata.

El gran problema al que se enfrentaba Alemi era que los talibanes no podían seguir ningún tratamiento duradero porque había muchas misiones que les tenían viajando y no podían acudir a todas las sesiones.

De hecho, una vez los grupos talibanes estaban cerrando los negocios y obligando a los comerciantes a ir a la mezquita a rezar y sin embargo dejaron que el hombre siguiese atendiendo a sus pacientes sin rechistar.

Lo más crítico para el psiquiatra y su esposa Parvin fue una escuela clandestina en la que la mujer enseñaba literatura, lengua, matemáticas y otras asignaturas a 100 niñas, pues los talibanes prohíben estudiar a las niñas, ya que es algo que está exclusivamente destinado a los hombres.

“Las pedí que vinieran por separado, no en grupos y mantuvimos la escuela en secreto. Fue una decisión peligrosa, pero estoy orgullosa de tomar el riesgo”, cuenta Parvin Alemi.

Nader Alemi sigue teniendo su consulta abierta y recibe pacientes, que hacen largas colas antes de ser atendidos. El régimen talibán ya ha quedado atrás, pero en un país tan inestable como Afganistán cada día es una ruleta en la que no sabes qué deparará el futuro.

Fuente: BBC Mundo